22 julio, 2006

Mariana

Catón

Mariana

Hoy hace una semana tuve una cita de amor, y todavía mi corazón está lleno de gozo. La vida es un regalo que da muchos regalos, y a mí me regaló ese día el más hermoso de todos los regalos: la felicidad. Dejen mis cuatro lectores que les diga la historia de esa dicha. Mariana, mi nieta adoradísima, cumplió 10 años de vida, y de hacer más hermosas nuestras vidas. Es una linda niña esbelta y alta. Su rostro parece dibujado por un maestro de armonías. Camina con elegancias de gacela, habla con voz de seda y brota de ella una serenidad que deja ver su bondad de alma. A Mariana le gustan los vestidos, las pulseras y los accesorios de moda entre las niñas, pero le gustan también los libros. Lee todas las noches en su cama, antes de dormir, y a más de sus amigas y amigos de colegio tiene ahora otros que se llaman Alicia y Gulliver, Ben-Hur y Rip Van Winkle, Tom Sawyer y Robinson Crusoe. Cumplió 10 años, pues, Mariana, y su mamá -que es mi hija- le preguntó cómo quería celebrar su cumpleaños. Ella pidió dos cosas: la primera, que la dejaran organizar una "piyamada" con sus amiguitas. Y la segunda: "Mami: cuando cumplí 7 años mi abuelito me prometió que el día que cumpliera 10 me llevaría a merendar, él y yo solos". Me recordó mi hija aquella promesa que yo olvidé, pero la niña no. Soy diestro en todos los olvidos; ni los olvidos ya puedo recordar. Mas no hay amor más completo que el de los abuelos, quitando el de las madres. Me puse en obra de inmediato. Fui con mis amigos de la Ford -gracias, gentilísima Brenda, gracias ingeniero González Pons- y les pedí prestado el coche de mayor lujo que tuvieran. Fue un Lincoln Town Car, precioso, rutilante, color de plata platinada, tamaño de aquí hasta allá, a cuyo lado la carroza de la Cenicienta es una carcacha ruin, tartana escacharrada o desvencijado carricoche. Luego le pedí a mi amigo don José Luis Hernández, que tiene buena presencia y porte inglés, que fuera el conductor de ese carruaje real. En prestigiada joyería, asesorado por mi esposa y mi hija, compré una pulsera que no es de niña ya, pero tampoco es todavía de mujer, y compré también un ramo de rosas de color de rosa, y una sola rosa roja. Me puse mi mejor traje y mi mejor corbata, y llegué a la cita con una puntualidad que no era fruto de cortesía, sino de ansioso amor. Mariana, que tiene ya artes de mujer, se hizo esperar unos minutos. Apareció después, radiante, y le entregué las rosas rosas, no la roja. Ella, con el reposado ademán de quien acepta el homenaje que merece, puso las flores en un búcaro. Subió luego al automóvil -"Buenas tardes, señorita", le dijo don José Luis, vestido de riguroso negro, al abrirle la puerta- y fuimos al lugar de nuestra cita. Ella pidió el mejor postre de la carta, y yo pedí un café. Le entregué la rosa roja, y con ella el regalo. Mariana lo abrió sin esperar -ninguna mujer puede esperar a abrir un regalo, tenga 10 años o 95-, se puso la pulsera y la miró por todos lados. Luego hablamos de cosas de niñas y de abuelos. Hablando de esas cosas se nos fue la tarde. Afuera se iba poniendo el sol; adentro el sol salía sobre las tapias de mi corazón. Después volvimos a su casa, y nos tomaron fotos. Yo regresé a la mía, y al regresar iba vestido de felicidad. No sé cuándo vendrá el último día, pero ese día recordaré este día. En las oscuridades de la vida horas como Ésas ponen luz, y el bien que en ellas hay nos redime de las maldades diarias. Esos momentos nos hacen ser distintos, aunque volvamos después a ser los mismos. Si me miraras ahora verías alrededor de mí un halo como aureola: es la luz que emana de la felicidad. Todos los días hago las cosas de todos los días, las cosas que se van, pero ese día hice algo que en el recuerdo queda, y que de ahí nunca se irá... FIN.

Publicado en el Reforma, el día 19 de Julio de 2006.